
Amor a la vida, de Jack London
Nos lo lee Juan García Única
Este es un libro que me parece especialmente oportuno tener en cuenta, dada la situación en que nos encontramos durante estos días de confinamiento y horror. Me lo parece por dos motivos: en un momento especialmente doloroso, habla del dolor; y en un momento que solo puede calificarse como horrible, sigue siendo un canto a la esperanza, una declaración de amor a la vida, como su propio título indica. Una declaración profunda, pero, eso sí, nada ingenua ni tramposa. Jack London no hace juegos de trilero, no maquilla ni edulcora la realidad de una naturaleza que en todo momento se muestra indiferente, cuando no abiertamente hostil, al padecimiento del protagonista (si bien, todo hay que decirlo, puede que la protagonista absoluta sea precisamente ella, esa naturaleza omnipresente en toda su crudeza de principio a fin). Un protagonista, por cierto, del que apenas sabemos nada: ni cuál es su nombre, ni a qué se dedicaba antes de verse inmerso en una lucha por la supervivencia, ni qué suerte le deparará el futuro. Todo lo que sospechamos de él se establece por contraste con su situación actual: por ejemplo, sí tenemos claro, porque lo llama a gritos cuando lo ve alejarse en la inmensidad de un paisaje nevado, que el compañero que lo abandona a su suerte tras herirse en la pierna se llama Bill; también que añora la comida del refugio del que parecen haber huido ambos (¿serían, digamos, del todo legales sus actividades?); y que apenas es rescatado se recupera rápido tras el tormento del hambre, pero eso es todo.
Jack London construyó en su día un relato que, leído hoy, adquiere cierto aire arquetípico, porque la historia de un hombre que lucha por salvar la vida, que se aferra a ella cuando todo parece perdido, no puede ser nunca solo la historia de un hombre, sino la de un ser humano en toda la extensión universal del término. En la página 48 de la edición de Gadir, que es la que yo he leído, y que además incluye unas tan sobrias como elegantes ilustraciones de Laura Plaza, hallamos el momento en el que nuestro protagonista, famélico y debilitado, se topa de frente con un oso en ademán amenazante. Esta es su reacción: «Gruñó también él de una manera salvaje, terrible, expresando el temor que es hermano de la vida y que está mezclado con las más profundas raíces de la existencia».
Señalo ese pasaje porque me parece que define mejor que ningún otro la profundidad de este relato conmovedor, y porque en él se concentra el clímax emocional de esta historia. Tenemos miedo, como a muchos nos está sucediendo ahora, no porque seamos indiferentes al dolor, ya sea el propio o el ajeno. Tenemos miedo, en definitiva, por la sencilla razón de que amamos la vida.